Mariel Soria es actriz y describe un caso de precarización laboral que se está volviendo común en estos días, donde los empleos formales en relación de dependencia son escasos y en su lugar proliferan este tipo de trabajos. La protagonista describe cómo se trabaja en una empresa de delivery que utiliza una aplicación para celulares.
Marile Soria es cordobesa y actriz, y cuenta su experiencia de tres días de trabajo en una empresa que precariza la relación laboral ya que no existe la relación de dependencia sino que obliga a sus “empleados” a tener un monotributo para poder trabajar. A través de su relato, cuenta como es el proceso de selección, los requerimientos para ser parte de la flota de cadetes y por qué se fue de Glovo.
La empresa Glovo es una compañía internacional creada en 2015 y está presente en 23 ciudades, ya logró más de 2 millones de descargas y 500 mil pedidos anuales. Según el ex ministro de Trabajo de la provincia, Oscar Cuartango, comentó que la empresa: “comete fraude laboral”.
Mariel Soria cuenta su experiencia que es similar a la de muchos jóvenes y no tanto que deben exponerse a esta clase de empleos que son de una gran precarización laboral ya que el empleador no realiza ningún tipo de aportes donde los empleados son obligados a anotarse a un monotributo.
La crónica completa:
Hace poco me preguntaron si vivía de lo que hago. Soy actriz y no, no vivo de lo que hago. En realidad, pienso si vivir de lo que hago es cobrar por mi trabajo o llegar al monstruoso fin de mes. Como actriz no llego a pagar todos mis gastos fijos, no tengo obra social ni vacaciones pagas y hace poco hice tres funciones en un día con fiebre.
Llevo más de un año buscando el bendito trabajo fijo que me deje dormir en paz. Hace poco, un amigo me envió un mensaje avisándome de una app que era justo lo que yo necesitaba: horarios de trabajo superflexibles y buena paga. Intuí que en estos tiempos nada podía ser tan bueno como para ser real. Igualmente me anoté y fui a una reunión informativa. La ansiedad me hizo googlear varias veces “trabajar en Glovo” para ver qué decían. La mayoría eran comentarios positivos y una sola nota sentenciaba la precariedad. Dudé de los comentarios positivos como buena hija de la posverdad.
Llegué a la reunión. Un montón de motos y bicicletas hacían guardia en la puerta de un espacio de coworking. Nada más fantasma que ser una empresa que trabaja en tantos países y tiene una oficina compartida con pibes que laburan en un prototipo de algo con lo que van a cambiar el mundo. No veía algo así desde que vendí cremas para comprarme maquillajes al costo y la “líder” me citó en las escalinatas de la Catedral.
Reunión
Nos hicieron pasar a una sala de reuniones. Éramos dos chicas y un montón de varones de distintas edades. Había un hombre que casi llegaba a los 60. Se anotó en la app para trabajar con su auto. Pensé en lo injusto que es para una persona que lleva más de 40 años trabajando estar sentada entre un grupo de gente de la edad de sus hijos por un trabajo así. Pensé en mi papá y se me hizo un nudo en la garganta.
Al rato entró el capacitador. Si no venía con el pantalón del traje de la cena de egresados, le pegaba en el palo. Tenía unos zapatos con un taco que hacía ruido. No se quedaba quieto ni un segundo. Con cada clac-clac-clac de sus zapatos en el piso yo pensaba qué carajo hacía ahí. Hizo una primera reunión, preguntó quiénes estábamos anotados en el monotributo y nos convocó a una capacitación más larga. A quienes no estaban registrados les dio un plazo fatal para hacerlo.
La capacitación fue unos días después. Vimos un Powerpoint con una idea de negocios que parecía prometedora y una estrategia final de “Acá no es rico el que no quiere”.
Las condiciones son que seas monotributista, que no tengas antecedentes penales, una caja de ahorro y que tengas bici, moto o auto con papeles al día. Además, que pagues los materiales (una mochila/caja, una funda para llevar el celular y un cargador portátil), el uso de la app y que tengas datos siempre disponibles. Chau Spotify en el trole, pensé.
Un chico interrumpió la reunión. “No conseguí turno en Afip para antes de la fecha que me dijiste”. Hubo un momento de silencio. No había visto unos ojos así desde el gato de Shrek y casi que el vacío se llenó con las miradas de todos nosotros pidiéndole que lo dejara participar igual. Por un instante nos entendimos. Ninguno tenía trabajo y a todos nos atravesaba la misma angustia por no conseguir otra cosa. Lo dejaron pasar.
Terminó el Powerpoint y descargamos la app de “glovers”, el nombre que recibís cuando “brindás” tus servicios a la empresa. Esa app te habilita un calendario para que elijas en qué horario y qué días querés trabajar. Una vez que elegís, sólo pueden cancelarse hasta 48 horas antes. Si en ese lapso anterior a tu hora seleccionada te enfermaste o se te rompió la moto, tenés que presentar un certificado médico (de un servicio médico tuyo, ningún médico laboral va a tu casa) o mandás una foto con la moto en el taller toda desarmada.
El primer calendario que me habilitaron tenía disponibles tres horas durante el sábado y tres el domingo por la noche. Una hora más el lunes. Las acepté. Pensé en mi amigo que hablaba de una conocida que en cuatro días había recaudado 5.600 pesos. Hice cuentas y no me cerraba ni aunque trabajara 24 horas al día. La app les cobra a los usuarios 30 pesos por servicio. A los glovers les paga 28 de esos 30 cada vez que aceptás un pedido. Es como una bajada de bandera. Luego te suma ocho pesos por kilómetro de distancia entre el local y la casa del cliente y 1,50 por minuto de espera.
La empresa tiene asociados, como casas de comida rápida, que se enteran del pedido antes de que vos llegués y lo tienen listo –aunque en la marea de mochilas amarillas, naranjas y rojas se confundan un helado con una hamburguesa y tengas que hacer doble viaje para reparar el error–, y otros lugares adonde entrás como cualquier hijo de vecino a hacer un pedido.
Para habilitar tus horas de trabajo tenés que hacer un check in en la app y estar dentro de la zona de distribución. El primer día me paré en una esquina cualquiera y esperé 20 minutos para que entrara un primer pedido. Me llevó casi 40 minutos llevarle una hamburguesa al empleado de un quiosco cerca de la Costanera. La aplicación me marcaba que había ganado $ 53 más $ 20 que me dio de propina.
Haciendo números
Volví a hacer números de cuántas horas tenía que trabajar para pagar la nafta, el monotributo, el uso de la app, los datos del celular y los materiales, y entendí que la conocida de mi amigo no llevaba ganados 5.600 pesos, sino que los llevaba recaudados. Esa plata no era de ella, sino de Glovo. Ella cobraba los pedidos y al final de las horas trabajadas le decían cuánta plata le correspondía de ganancia y cuánta debía devolver.
Hacía frío esa noche y tuve que llevarle un lomito de Estación 27 a un treintañero que vivía en Villa Cabrera y había decidido quedarse en su casa viendo series. La calle estaba oscura y tuve que esconder el celular para que nadie me robara. Tuve miedo. Pensé en la comodidad del treintañero y, cuando se me pasó el enojo, me dije a mí misma que por un sándwich de Estación 27 yo también hubiese pedido un Glovo.
En el camino me crucé con otros repartidores y nos tocábamos bocina en señal de saludo, como si fuésemos una comunidad. Uno me ayudó a armar la mochila para que quedara derecha y otro me dijo “qué bueno que haya chicas haciendo delivery ahora”.
Lo que parecía una conquista del feminismo me hizo pensar después que, si vamos a estar expuestas a lugares y horarios donde hay mayor riesgo a que nos pase algo, deberían hacerlo sólo los hombres, o cobrar más nosotras por estar en riesgo.
Para el domingo llevaba ganados cerca de $ 300, que cubrían el uso de la app y un tanque de nafta que ya había vaciado. En 15 días iba a tener que facturarlos para poder cobrar.
El lunes esperé 40 minutos la llegada de un pedido. La alarma de la app sonó, tenía que llevar una gaseosa y cuatro chocolates desde Cañada y Pueyrredón hasta barrio Alberdi. Esperé que bajara una chica y recibiera el pedido. Cuando cerró la puerta, subí a la moto y vi un quiosco a 20 metros. Me apoyé contra el manubrio y, como si la mochila en la espalda fuera una casita de caracol, lloré.
Prefiero la precarización de mis sueños aunque me parezca una injusticia. Prefiero morir en el escenario con mi gripe y mi fiebre a que me atropelle un auto por llevarles unas hamburguesas a dos adolescentes que jugaron toda la noche en la Play.
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